26 nov 2012

XIIIEXALTACIÓN A NTRA. SRA. DEL CARMEN CORONADA


Señora y Madre mía:

            Cobran esta noche para mí entrañable significado los versos de tu himno:

Subo la cuesta
para rezar,
San Cayetano
se hace flor y altar.
Cuando llegamos
al camarín,
tu presencia ha hecho
su mejor jardín.
           
            Pues para rezarte en alabanza enamorada subimos esta noche al pie de tu camarín flamante de tallas y dorados, rica ofrenda entre las incontables que en los últimos años fueron preparando, amorosa y generosamente, tu Coronación Canónica. Y en tu altar te reencontramos, flor entre flores, virginal crisantemo del noviembre de Córdoba en que junto a ti venimos recordando con nostálgico afecto a los que ya marcharon a gozar para siempre de cómo les muestras, en plenitud gloriosa, al fruto de tu vientre.

            Sabe este pobre exaltador tuyo, Virgen bendita, que a pesar de la fraterna benevolencia, digna de toda gratitud, que hoy lo pone a tus plantas, nada puede añadir a la magna exaltación que Córdoba te dedicaba este año, aquella semana inolvidable de mayo en cuyo sábado fuiste coronada, unidos como nunca en filial armonía ante ti todos cuantos te amamos: Curia Provincial del Santo Ángel Custodio de los Carmelitas Descalzos de Andalucía, Comunidad Carmelitana de San José de Córdoba, Comisión para la Coronación Canónica, Archicofradía de Nuestra Señora del Carmen Coronada y del Milagroso Niño Jesús de Praga, Carmelo Seglar, Comunidad Educativa del Colegio Virgen del Carmen, autoridades religiosas, civiles y militares, cofrades y devotos. A todos ellos, con tu venia soberana, Reina del Carmelo, mi más cordial saludo de paz en el Señor Jesús.

            Por recientes, están aún tan vivas en nuestra memoria, mis queridos hermanos, las históricas celebraciones que culminaban en la madrugada del domingo con el apoteósico regreso a casa de la Madre Descalza Coronada, que al hilo de su recuerdo han de ir mi oración entusiasta y mis torpes reflexiones ante la realidad gozosa de una ciudad, Córdoba, y una orden religiosa, la del Carmelo, aunadas en fervores marianos para poner en manos de la Iglesia la áurea presea que proclama el reinado de María Santísima. Y todo fue tan cordobés y tan carmelitano, que ni el calor casi de julio quiso faltar a cita tan gloriosa, que por fin se iniciaba cuando atardecía un nuevo aniversario del juramento del Arcángel, y de San Cayetano salía para ser coronada la Madre del Señor, él y ella ataviados entrañablemente con el hábito de su orden.

            Había llegado a Córdoba por vez primera la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo en el corazón de aquellos sus hermanos que constituyeron la primera comunidad carmelitana cordobesa en el lugar, junto al camino de Madrid, que durante siglos fue conocido como Carmen Viejo, tras el traslado definitivo a Puerta Nueva. Era el año del Señor de 1542, año de gracia en que venía al mundo, en el corazón de Castilla, san Juan de la Cruz, y muy cerca, en la Encarnación de Ávila, el buen Jesús cortejaba, paciente y amoroso, a su Teresa, que entre trabajos, sequedades y mercedes sin cuento del Amado caminaba a su destino de reformar la orden de Nuestra Señora.

            Por Córdoba pasó la Santa Madre, obediente al mandato de fundar en Sevilla. Quedó constancia de la ida en su Libro de las fundaciones, aquella inolvidable Pascua de Pentecostés de 1575. Solo once años después, su Senequita, fray Juan, fundaba en la ermita de San Roque el primer convento cordobés de la descalcez carmelitana, luego trasladado, bajo el patrocinio de san José, hará ya cuatro siglos, al bendito lugar que hoy nos acoge. Y aquí, la primera noticia documental, en 1670, de “una imagen de Nuestra Señora que se venera en las procesiones, con dos vestidos y demás adornos”. Probablemente sea la misma imagen mariana que nos preside, tan hermosa, tan tierna, “muy niña”, como le pareció la Virgen a santa Teresa en la célebre visión del collar.

            Pocas veces te he visto tan bella, Madre del Carmen, como aquel lunes bajando la cuesta hacia la Parroquia, donde tus sienes virginales serían ceñidas por tiara exquisita, preludio de la joya riquísima de oro, pedrería y amores desbordados con la que ibas a ser canónicamente coronada. Ahora, las blancas flores de talco de antiguos ritos de consagración carmelitana os coronaban, tú, consagrada a Cristo, él, al Padre. Condecorada como Patrona de la Marina, lo eras también como Reina y Madre en el rezo de los tuyos, alzado en rosario vespertino, al que vuelvo a unirme en oración esta noche:   

Almirantazgo de amor
ejerces, ternura en mano,
Niña de San Cayetano
que en galeón de fervor
surcas la calle Mayor
como un río de armonías
que brisa de avemarías
riza, devota, a tu paso.
Por las sombras del ocaso
destellan las letanías.

            Durante tres días, Santa Marina sería el corazón carmelitano de Córdoba, allí la Virgen del Carmen y el carisma de los suyos, religiosos y seglares, siempre llamados en lo posible a su vocación primigenia al solitario silencio, a la dulce intimidad con lo divino de aquellos primeros eremitas del Carmelo, herederos del espíritu de Elías, y como él también llamados a la amargura de la denuncia profética por fidelidad al verdadero Dios frente a los sugerentes, incontables rostros de las falsas deidades, adoradas, hoy como siempre, en el inflado corazón de los soberbios, en la sórdida tristeza de los envidiosos, en la sed insaciable de los que todo codician, en el humo grotesco de tantas vanidades, en las míseras arcas, nunca bien repletas, de los que se sienten ricos solo porque tienen dinero... Evoca la capa del hábito carmelita aquel manto que en su ascensión al cielo dejaba Elías a su discípulo Eliseo como signo definitivo de su herencia profética.

            Mas, sobre todo, la blanca capa de los carmelitas es signo de consagración a la Purísima, que la quintaesencia del carisma de los hijos del Carmelo es el amor a Nuestra Madre, ella en el centro de la vida como lo estuvo en la capilla común de aquellos ermitaños de la Regla de San Alberto, en la cumbre del Carmelo, donde alegóricamente se manifestó, blanca e inmaculada, a los ojos del siervo del profeta Elías en aquella “nubecilla como la palma de la mano de un hombre, que sube del mar”, que preludiaba las grandes lluvias tras la terrible sequía, como la Virgen preludia nuestra salvación.

            Nunca vi Santa Marina tan a rebosar como los días de aquel triduo en tu honor, Reina y Señora, como jamás contemplé tal multitud en las naves catedralicias como la que asistió a la solemne eucaristía en que fuiste coronada. Con cuánta ternura participaron tus niños del colegio en aquellas celebraciones litúrgicas. A su limpia voz uno ahora la mía en honor tuyo:

Hermosura del Carmelo,
fecunda viña florida,
Madre virginal que vida
nueva das a nuestro suelo.
Gloria a ti, esplendor del cielo
que alumbras nuestros quereres.
Bienaventurada eres
cuando la tarde declina
y, a coro, Santa Marina
te alaba entre las mujeres.

            Finalizado el triduo, en procesión se acercaba la Virgen del Carmen al primitivo espacio geográfico de la descalcez carmelitana en nuestra ciudad, por itinerario casi idéntico al que, en sentido inverso, siguieron sus hermanos camino de su casa definitiva, en el Carmelo suavemente alzado a extramuros, junto a la puerta del Colodro. Caminaba Nuestra Señora hacia la histórica colación catedralicia de Santa María, donde por esas fechas de hace 426 años el santico de fray Juan fundaba la primera casa del Carmelo teresiano en Córdoba. Tres años más tarde, sustituyendo en Segovia al vicario general, concederá licencias y orientará la fundación del palomarcito de Santa Ana, por donde la Virgen pasó deprisa aquella noche, como para hacer más deseable la gozosa visita al regreso, entre júbilo de cohetes y emociones. Y en la esquina de Deanes, a solo unos metros de San Roque, la íntima evocación de aquel milagro, cuando Nuestra Madre hizo puntales de su capa blanca para que nada sucediera a san Juan de la Cruz al desplomarse el muro mientras andaba, como solía, “entre cal y piedras” en la construcción de la que de momento era su última fundación como vicario provincial de Andalucía.

            Y solo para ti, Reina y Decoro del Carmelo, podía brotar en ese instante mi estrofa enamorada:

A tus plantas primavera
se remansa en noche cálida,
se inmola, erguida, la pálida
flor, se consume la cera
y holla la trabajadera
la cerviz hecha oración
ritmada en vibrante son,
Virgen del hábito pardo
que abres tu capa de nardo
para nuestra salvación.

            Porque de la realeza de Cristo deriva la de María, siguiendo el ritual romano de la Coronación Canónica, antes de hacer lo propio con la Madre el obispo coronaba y besaba con unción el santo escapulario del Niño de la Virgen del Carmen, presente como lo suele estar en brazos de las efigies carmelitanas de la descalcez, sin duda porque el intenso amor a la sagrada humanidad del Redentor es seña de identidad de la espiritualidad teresiana, en plena sintonía con la vivencia teológica de Francisco de Asís. Y fruto de esa adoración a la realidad humana del Divino Salvador, la inmensa devoción carmelitana a los abuelos Ana y Joaquín y, especialmente, tras la Virgen Santísima, a san José, abogado y señor de santa Teresa.

            Llevaba ella como dulce compañía en la aspereza de los caminos las imágenes del Niño Dios que luego quedaron como recuerdo inapreciable en sus fundaciones. En la escalera de la Encarnación abulense vive la memoria del encuentro con el Niño de la Santa Madre, y en la clausura de las descalzas granadinas permanece el recuerdo del éxtasis navideño de san Juan de la Cruz con la imagen del Verbo hecho niño que hoy custodia su museo ubetense. Como aún alienta en el Carmelo de Lisieux el ejemplo magistral de santa Teresita, navegante por mares de abandono en la frágil barquilla de la que el Niño Jesús fue único timonel.
           
            Venerable tradición escribe en Córdoba otra de las páginas memorables de la devoción de los carmelitas al Divino Infante, al presentar en el desierto de San Juan Bautista de Trassierra al hermano José viendo al Niño Jesús, luego plasmado en imagen de cera que por las tortuosas sendas de la historia pasaría del Carmelo descalzo cordobés al de la ciudad de Praga, de la que con los años sería milagroso Reyecito, blondo Emperadorcito coronado como ahora lo era en Córdoba, tan deliciosamente barroco, tan encantador, el Niño del Carmen de San Cayetano, segundos antes del histórico instante en que se hacían simbólica realidad las palabras del salmo: “De pie a tu derecha está la reina, enjoyada con oro de Ofir”.

            Y esa reina eras tú, virginal Soberana que en la plenitud de la tarde del 12 de mayo recibías la máxima distinción que la Iglesia prevé para una imagen tuya.

Emperatriz preeminente,
de la montaña decoro,
llegó el momento en que el oro
corone tu limpia frente.
Inestimable presente,
pues más puro que el de Ofir
es el que fundió el sentir
que al pueblo ante ti concita
en la Catedral, bendita
Reina de nuestro existir.

            Tras ser coronada por la Iglesia, Córdoba aclamaba en jubilosa procesión a la Señora que durante siglos de devoción ha respondido pronta y generosamente a la súplica de los suyos. De ello fue testigo de excepción el general carmelitano san Simón Stock, que en momentos críticos para la orden acudía a la Madre con los versos del Flos Carmeli, que la tradición pone en sus labios y que el pueblo fiel resume y hace suyos en la emotiva estrofa:

¡Oh flor del Carmelo!
¡Oh viña florida!
Proteja tu nombre
a los carmelitas.
           
            Y la respuesta llegaba, a los maitines de aquel bendito 16 de julio de 1251, con el privilegio del escapulario, pardo como el humus fecundo de la madre tierra del que María es parte singularísima, la humildad misma hecha mujer para engendrar en plenitud al Verbo hecho hombre. Por ella, él viene a vivificar con su sangre esa tierra que el pecado agostó, y que por el escapulario de María renace en símbolo de primavera salvífica, como plásticamente se representa en el lienzo de la aparición de la Virgen a san Simón que ante nosotros muestra el abierto costado del Señor empapando el escapulario impuesto por la Madre.

            “El que muera con él no padecerá el fuego eterno”, prometió Nuestra Señora. Y, años más tarde, en 1322, la Bula Sabatina publicaba, recogida de sus labios desde la Cátedra de Pedro, la más hermosa de las indulgencias: “Libraré del purgatorio el sábado después de su muerte a los cofrades de mi orden”. Sublimes privilegios que a tantos cordobeses nos movieron a pedir un día ser agregados a la Orden del Carmen por la imposición del santo escapulario.

            Mas al contemplarte aquella jornada gloriosa de tu Coronación, durante las horas que pasaron como un sueño de felicidad plena, sentí el vivo deseo de renovar aquella imposición primera, y recibir de nuevo tu santo escapulario, además de como prenda de salvación, como signo de mi entrega absoluta a ti en el fiel seguimiento, cargado con mi cruz, en pos del Nazareno. Y fue ese el espíritu con el que aceptaría nuevamente tu escapulario bendito de la mano entrañable del prior de esta casa, recién iniciada tu festividad anual. Entonces, ante tu paso volví a recordar con cariño inefable aquel tiempo de dicha en que desde la Catedral hasta San Cayetano te enseñoreaste de nuestro corazón, rendido en tu alabanza:

Deslumbrante de belleza
ante la torre te posas.
Los pétalos de las rosas
llueven sobre tu realeza.
Córdoba, filial, te reza
dulcemente enamorada,
y hasta la alta madrugada
sus calles son tu santuario,
Dama del Escapulario,
Flor del Carmen Coronada.

            Al cabo de una semana, gracias te dábamos por tanta bendición ante tu imagen, esplendorosamente expuesta en besamanos cual corresponde a la que es Reina del cielo y de esta casa, de la que cada año bajo palio por dos veces sales a vendimiar los fervores de Córdoba, efigiada en julio como la más conmovedora y tierna de las niñas, y en primavera como la doliente Señora que en soledad camina, plena de hermosura, tras Jesús Caído.
           
            Aquella tarde, tras besarte te miré a los ojos, y súbitamente se me renovó el escalofrío de una noche lejana en la explanada del Carmen de San Fernando, cuando el pueblo isleño despedía conmovido, un año más, a su Patrona a los acordes de la Salve marinera: “¡Salve, Estrella de los Mares...!”. Estrella del Mar te llama, implorante, el Flos Carmeli, y así quiero invocarte al concluir en amorosa salutación:

¡Salve, Estrella del Mar!

¡Salve, fragante azucena
de inmaculada hermosura!
A tu vista se serena
la tempestad del vivir,
rosa del Sarón que penas
conviertes en alegrías,
palma de oasis, lumbrera
que en el oscuro faenar
das norte a los que navegan.
¡Salve, Estrella del Mar!

¡Salve, torre marfileña,
preciado cedro del Líbano!
En el nácar de tu diestra
el poderío y la gracia
delicadamente ostentas:
como Soberana, el cetro,
y tu escapulario en prenda
de que nunca has de faltar
al que con fe se te entrega.
¡Salve, Estrella del Mar!

¡Salve, ascendente marea
de los puertos celestiales!
Al sonar de la postrera
hora asístenos, y al fin
en su gloria manifiesta
al que acunaste en el seno,
cumpliéndose tu promesa
de reunirnos en el lar
de las delicias eternas.
¡Salve, Estrella del Mar!

            Salve, porque en nuestro corazón, como en el estandarte de gala de tu archicofradía, inscrito está el lema que compendia tu maternal asistencia: “En la vida protejo, en la muerte ayudo y después de la muerte salvo”. Así lo creemos, así lo vivimos y así lo proclamamos, Señora y Madre nuestra. Amén.

Córdoba, 24 de noviembre de 2012

Fermín Pérez Martínez
Hermano de Jesús Nazareno
y Siervo de María